lunes, 11 de noviembre de 2013

Pero en mi etapa quinceañera me encantaba el amor fulminante, porque yo buscaba amor por todas partes, y lo llegue a inhalar puro. Me enamore tanto que a veces el amor me afectaba seriamente que sacrificaba trozos enteros de mi vida. Si al principio me entregaba desenfrenadamente, pronto me veía llorando y vomitando de desesperación al ver que aquello se acababa. Al acordarme de esta etapa de desvelos me parece casi como una sobredosis de drogas, lo curioso es que nunca he consumido drogas. Una vez leí un artículo sobre un hombre que quemo decenas de kilómetros de bosque porque se metió en su carro en un parque nacional con el tubo de escape colgando y se pasó horas soltando chispas que caían en la maleza provocando un gran incendio. Los conductores con los que se encontraban tocaban la bocina y le hacían gestos con la mano e intentaban avisarle del destrozo que estaba provocando, pero el hombre iba feliz escuchando la radio, sin tener idea de la catástrofe que iba produciendo a su paso. Así era yo. Solo al acercarme a los veinte, cuando mi primera verdadera relación fue un terrible fracaso y me dejo hecha un ovillo, solo cuando ya había logrado destrozarme la vida (destrozándosela de paso a mis amigos, y a un buen puñado de espectadores inocentes) paré por fin el carro para bajarme. Salí a dar un vistazo al paisaje quemado, parpadeé y dije: “A ver, me están diciendo que yo tengo algo que ver con este desastre”
Así era yo...

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