viernes, 25 de octubre de 2013

Un amigo me llevo a un sitio impresionante esta semana, se llama Volcán Ilamatepec. Tiene una altura de 2.381 msnm y es el más alto de mi país. Estando allí como podríamos imaginar que en su última erupción en 2005 lo hubiese convertido en un montón de escombros, sin accesibilidad alguna y sin vida. Es uno de los lugares más hermosos y solitarios de El Salvador, la vida ha ido creciendo a su alrededor  durante estos últimos años es como una bella herida, como un desengaño amoroso al que te aferras, por el placer del dolor. Todos queremos que nada cambie, nos conformamos con vivir infelices porque nos da miedo el cambio,  y que todo quede reducido a escombros. Pero al contemplar ese sitio, la fuerza de la naturaleza que ha soportado, la forma en la que se ha adaptado, derrumbado y luego hallado el modo de volverse a levantar me anima, a lo mejor estos últimos años de mi vida no han sido un accidente múltiple y es el mundo el que lo es, y el único engaño es intentar aferrarse a ella a toda costa. Los vestigios son un regalo, un camino hacía la reformación. Incluso en este país pequeño, el Ilamatepec me ha enseñado que debemos estar siempre preparados para infinitas oleadas de transformación. 

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