Un
amigo me llevo a un sitio impresionante esta semana, se llama Volcán Ilamatepec. Tiene una altura de 2.381 msnm y es el más alto de mi país. Estando
allí como podríamos imaginar que en su
última erupción en 2005 lo hubiese convertido en un montón de escombros, sin
accesibilidad alguna y sin vida. Es uno de los lugares más hermosos y
solitarios de El Salvador, la vida ha ido creciendo a su alrededor durante estos últimos años es como una bella
herida, como un desengaño amoroso al que te aferras, por el placer del dolor.
Todos queremos que nada cambie, nos conformamos con vivir infelices porque nos
da miedo el cambio, y que todo quede
reducido a escombros. Pero al contemplar ese sitio, la fuerza de la naturaleza
que ha soportado, la forma en la que se ha adaptado, derrumbado y luego hallado
el modo de volverse a levantar me anima,
a lo mejor estos últimos años de mi vida no han sido un accidente múltiple y es
el mundo el que lo es, y el único engaño es intentar aferrarse a ella a toda
costa. Los vestigios son un regalo, un camino hacía la reformación. Incluso en
este país pequeño, el Ilamatepec me ha enseñado que debemos estar siempre
preparados para infinitas oleadas de transformación.
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