lunes, 13 de abril de 2015

Debo confesar que a mis 18 tenia un escaso sentido del amor, o ninguno. Era una ignorante del tema y como no si apenas estaba comenzando a vivir. No sabía lo que quería y no digamos mi futuro amoroso, así que, como es de suponer, pagué muy caro esa inconsciencia. Sufrí las consecuencias en carne viva, año y medio después, en el lúgubre entorno depresivo de la separación. Pero en este momento a mis bastante menos aturdidos 22 años tampoco creo saber demasiado sobre las relaciones. Como mi última relación había fracasado terriblemente todo el asunto me daba pánico pero eso no me convertía en una experta en la materia; en todo caso en una experta en el error y el terror, dos campos donde ya abundan los expertos. Pero mi destino parecia exigirme una nueva relación y ya he vivido lo suficiente como para saber que las intervenciones del destino a menudo son una invitación para afrontar o incluso superar nuestros mayores miedos. No hace falta ser un genio para reconocer que si las circunstancias te empujan hacia aquello que más odias y temes, en el peor de los casos irás hacía una oportunidad interesante para crecer. Eso es lo que he ido rumiando últimamente. Y debo aprovechar esas intervenciones del destino para tal vez reconciliarme con la noción de las relaciones antes de volver a meterme en ellas de narices. Quizá me ha llegado el momento de intentar desentrañar el misterio divino y humano de esa estado -confuso, frustrante y contradictorio, pero obstinadamente imperecedero- que llamamos noviazgo.


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